Venecia, la ciudad entre canales y góndolas que se descubre poco a poco.
Un lugar que te invita cada día a perderte entre callejuelas y rincones secretos a ciegas de los millones de turistas que la inundan. Un lugar donde te detienes a admirar su belleza cada dos pasos.
Cuando los turistas abandonan y desaparecen, la isla se transforma dejando paso al silencio, las sombras y las mejores vistas. Un privilegio reservado para aquellos que vivimos en ella y podemos observar como se baña por los colores del atardecer. Mi momento preferido.

Están acostumbrados a la gente que vive ciertas temporadas y de repente desaparece. Una vez uno de ellos, un amigo, me dijo: “conocemos continuamente a gente que vive aquí y de repente se va. Es duro porque creas una amistad y un vínculo y luego no sabes cuando volverás a ver a esa persona. Por eso nos gusta que la gente nueva que conocemos se sienta a gusto y disfrutar de ella en el día a día, más intensamente”. Recuerdo que en su momento eso me dejó pensativa y me hizo reflexionar de que muchas veces nos olvidamos de algo tan simple y sencillo como esto y que deberíamos actuar así siempre con la gente que nos rodea, sea nueva o vieja, da lo mismo.
Dejarnos sumergir y exprimir cada oportunidad de conocer otras realidades, otras vidas y otras maneras de ver la vida. Darnos la oportunidad de enriquecernos y crecer por dentro con cada una de ellas.
No hay nada mejor que caminar y encontrarte a gente conocida por la calle. A mi me gusta. Me gusta intercambiar cuatro palabras, o a veces algunas más, y continuar la marcha. Es curioso pero cuando cambias de ciudad continuamente y estás temporadas viviendo en diferentes lugares, cuando eso ocurre es una sensación como de estar en casa y aunque no sea así ni por asombro, es una sensación bonita. Una señal de que te vas introduciendo despacio en la vida lugareña y que empiezas a camuflarte entre sus gentes siendo un poco menos turista. Sintiéndote más en casa.