lunes, 28 de diciembre de 2015

18 Diciembre 2015


Seguimos en Djiffer porque no hay barco para seguir la ruta. Dicen que quizás mañana. No hay horarios ni reglas, aquí todo es "Inshalá", así que mañana veremos si las constelaciones se alinean y la cosa tira adelante o toca cambiar la ruta. 

Todas las opciones estarán bien, porque la improvisación es la ley de la aventura y siempre nos sorprende con días más asombrosos de lo esperado, aunque eso signifique quedarse más tiempo del previsto en un lugar. Mola. Mola salir al pueblo y conocer caras y sus nombres aunque tenga que admitir que soy un autentico desastre recordando hasta el de los francés. Mi mente está llena y no retiene, o quizás está demasiado ocupada observando y se despista hasta con una mosca, como siempre. Por suerte Hervé recuerda cada nombre, por complicado que le suene a mi oreja, a la primera y eso hace que las relaciones rápido sean más de tu a tu. Creo que la suerte es para mi, porque él, pobre, tiene que aguantar mi constante y repetitiva pregunta por lo "bajini" de: "hey Hervé, ¿como se llamaba?" mientras apunto sutilmente con alguna parte de mi cuerpo al sujeto en cuestión para que entienda a quien me refiero. Sus ojos se ponen en blanco mirando hacia el cielo y responde: "¿otra vez Elia?", e intentando poner una cara seria me dice: "Como me preguntes otra vez te ganas un puño", pero al final siempre me lo chiva. 

Nos despertamos pronto, la cama es dura como un pedrusco y las primeras voces se oyen cerca de la cabaña. Eso si, hemos dormido como lirones, cerrar los ojos con el rumor de las olas del mar tan tan cerca hace que uno descanse como un bebé. Desayunamos un café Touba, un te de hierbas con color marrón como el café pero  completamente ausente de él, sentados en la calle y después Hugo, el francés hijo de Aquim, nos dice que en la esquina de delante preparan huevos todo el día. Vamos directos, y el sitio es de los más auténticos hasta el momento. Solo hay hombres, y en el local solo se preparan huevos y cafés. La tortilla es frita en aceite y el sabor exquisito. Estómagos llenos. 

Volvemos al campamento, escribimos, soñamos con ideas, trazamos planes y hacemos una lucha al estilo senegalés en la arena. Pierdo, así que achicharrada de calor y llena de arena me tiro de cabeza al mar. 

Hoy había invitación especial. Comida italiana en casa de Mauricio, un italiano-suizo con una casa de revista que vive aquí desde hace seis años y que Hervé conoció la noche antes mientras yo intentaba que mi estomago rebelde se pusiera en su sitio. Caminamos fuera del pueblo y al cabo de un quilómetro el anfitrión nos espera en la puerta colorada. El terreno es impresionante y el tinglado montado dentro aun más. Lujo con muy buen gusto, pero lujo. Mi boca habla sola y suelta uno de mis "uala que pasada" y Mauricio sonríe. Él lo llama su pequeño paraíso y tiene razón aunque se equivoca en algo, no es pequeño. Como buen italiano nos recibe con un aperitivo y patatas chips y tras hablar y hablar de sus viajes pasados y su actual vida pasamos a la pasta con pesto de su pequeño huerto. Sí, en Senegal comiendo pasta al pesto. Parece surrealista pero es cierto. A diez minutos caminando estás en la jungla y de repente estás ahí metido, con sirvientes y dos mundos y dos realidades completamente distintas. Choca, la verdad, pero tengo que decir que Mauricio es encantador y es consciente de ello, y simplemente a acabado aquí por azar escapado de la estresante vida milanesa. Ha sido un viajante y jamás pensó, la primera que ve que vino a este país, que acabaría siendo su casa.
Un café y despedida, la tarde se ha echado encima. 

Salimos hacia el pueblo de al lado a un par de quilómetros mas o menos. Diakhanor. A medio trayecto, nos alejamos del camino y nos pegamos un chapuzón en bolas aprovechando que no hay nadie cerca para refrescarnos y continuar la caminata. 


En el ultimo tramo del paseo un carro tirado por un burro nos conduce hasta el pueblo. Los dos chicos que manejan el carruaje vuelven hacia casa después del trabajo y tienen ganas de hablar. Nosotros también, así que entre baches y acelerones parloteamos sin parar. Al llegar, uno de ellos se siente con la responsabilidad de mostrarnos su tranquilo pueblo y explicarnos todos los rincones. Es pequeño, con construcciones mucho mas acabadas y definidas que Djiffer, pero aun creciendo. Tiene una energia bonita.

De vuelta a casa montamos en otro carro con burro que nos recoge, seguido de un segundo tirado por un caballo. Menuda velocidad. El trote y el traqueteo del carro me hacen sentir que puedo salir disparada en cualquier momento, pero es precioso ver como se pone el sol en el mar mientras cruzamos el camino a caballo montados en el carro.



Pronto va a oscurecer. Damos otro paseo por Djiffer y nos encontramos con los constructores de barcas para la pesca. Tenemos l técnica pero no el material, nos explican, y observamos como trabajan la madera. Cuando se finalice la barca se va a vender por 700.000 CF, unos 1000 euros. Todo hombres y un gallo de corral, el luchador del grupo. Un chico que solo habla Wolof pero que a toda costa nos quiere explicar cosas y la verdad es que se hace entender. Su empeño, gritos y gestos describen sus palabras y nos hace reír igual que al resto de su pandilla. Se ha hecho de noche. Total.

Nos juntamos en el bar y es bonito ver como a medida que pasan los días los habitantes de aquí se abren y te reciben con una sonrisa cada día mas amplia.

Entra el hambre, y tras irnos del bar de "La bandida" (apodada así por los del pueblo) por querer timarnos a precio de toubab, nos recomiendan un pequeño sitio donde comemos un pescado fresco frito con ensalada y patatas por 1'5 euros. Es el precio de aquí, pero aun sorprende. Buenísimo.

El pueblo empieza a apagarse y vaciarse, ya són las diez. Así que al toque insonoro de campana nos recogemos también y nos dormimos de nuevo con el sonido del mar. Bona nit.

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